4. Normas contractuales genéricas

Son aquellas que rigen para todo tipo de contrato y, por lo tanto, también para la compraventa, y que se vinculan con los elementos constitutivos de este: consentimiento, capacidad, objeto y forma, y también con lo relativo a su prueba.

a) Consentimiento o manifestación de la voluntad

El consentimiento o manifestación de la voluntad se expresa a través de una oferta y aceptación.

Resulta de mucho interés las formas en que ambas pueden manifestarse y ser así consideradas con significación jurídica y negocial.

A todo evento, el art. 971 del CCCN establece que los contratos se concluyen con la aceptación de una oferta o por una conducta de las partes que sea suficiente para demostrar la existencia de un acuerdo y ello resulta del propio desenvolvimiento humano de la contratación, que habitualmente conlleva tiempo, distintas deliberaciones, que no suelen cerrarse de manera instantánea, desde las simples tratativas hasta su formalización definitiva.

En cuanto a las posibles formas de manifestar el consentimiento, debe acudirse a lo previsto por los arts. 262 y 264 del Código de fondo, que tratan la forma de manifestación de voluntad expresa (por escrito, por signos inequívocos o por la ejecución de un hecho material) y la manifestación tácita (es decir, aquella que se desprende de actos que arrojan certidumbre sobre una clara voluntad determinada y que no puede tener lugar cuando la ley particularmente exige una voluntad expresa). Desde la doctrina se ha utilizado como ejemplo el caso del sujeto que toma una mercadería y la consume, con lo cual evidencia la voluntad de adquirirla; o bien el caso del acreedor que devuelve sin protesta alguna el pagaré a su deudor, como evidencia clara de la voluntad de renunciar a su crédito).

La oferta debe ser entendida como una propuesta dirigida a una persona a fin de celebrar un contrato; a su vez, debe ser precisa, concreta y autosuficiente, y debe contener los elementos esenciales y las precisiones necesarias del negocio que se intenta celebrar.

Debe dirigirse a un sujeto determinado o determinable, es decir que por detalles que se brinden pueda ser fácilmente individualizado. Se dispone que cuando se dirija una oferta a personas indeterminadas, es considerada como una invitación para que hagan ofertas (art. 973, CCCN), es decir aquellos anuncios publicitarios más o menos masivos dirigidos al público en general, considerándose perfeccionado el contrato en el momento en que el que emite la invitación acepta la oferta. Esta modalidad es propia de la estandarización de modelos de ofrecimiento de comercialización de bienes y servicios, donde el consumidor o usuario adhiere a ella.

La oferta obliga al proponente, tiene fuerza vinculante, salvo que de sus propios términos o de las demás circunstancias del caso resulte lo contrario.

No obstante lo anterior, la oferta puede revocarse; esto sucede cuando quien la emitió se retracta antes de que haya sido aceptada y de tal modo impide la conclusión definitiva del contrato. Se distingue según haya sido realizada a personas presentes o no (art. 974, CCCN) para determinar hasta qué momento pueden ser aceptadas y/o revocadas.

El principio general es la obligatoriedad de la oferta y su posibilidad de retractación hasta el momento anterior de ser aceptada. Por ello son necesarios parámetros con los cuales se pueda determinar cuándo se considerará plazo vigente para tal aceptación.

Habiendo sido realizada a persona determinada, puede acontecer que se haya efectuado con o sin plazo para aceptarla o plazo de vigencia de la oferta.

No ofreciendo complejidad cuando se concede un plazo de vigencia, cuando no se hubiere aclarado un plazo, a su vez, sí debe distinguirse si se hubo transmitido por un medio instantáneo (por ejemplo, telefónicamente) o no (correo electrónico). En el primer caso, se acepta inmediatamente; es decir que casi no existe oportunidad para la retractación. Mientras que en el segundo, debe mantenerse por el plazo lógico y habitual que pueda demorar la contestación, aclarando que tales parámetros están dados en sí por la naturaleza y las características técnicas del medio de comunicación utilizado, pudiéndose revocar la oferta aun en el mismo momento en que es recibida la comunicación de la oferta.

Para el caso de tratarse de ofertas efectuadas a personas indeterminadas o al público en general, ello ya está regulado por las nomas del derecho del consumo, precisamente por el art. 7 de la Ley 24.240 de Defensa del Consumidor, que prescribe:

“La oferta dirigida a consumidores potenciales indeterminados, obliga a quien la emite durante el tiempo en que se realice, debiendo contener la fecha precisa de comienzo y de finalización, así como también sus modalidades, condiciones o limitaciones.

La revocación de la oferta hecha pública es eficaz una vez que haya sido difundida por medios similares a los empleados para hacerla conocer.

La no efectivización de la oferta será considerada negativa o restricción injustificada de venta, pasible de las sanciones previstas en el artículo 47 de esta ley”. (Último párrafo incorporado por art. 5, Ley 26.361, B.O. 07/04/2008).

Por lo que queda claro que las ofertas a personas indeterminadas deben ser claras, precisas y con indicación del plazo de vigencia. La retractación debe tener un nivel de publicidad similar al de la difusión de la oferta.

También las ofertas pueden caducar, sobre todo en caso de incapacidad o muerte sobreviniente del oferente; por lo que opera ello de manera automática, sin necesidad de comunicación especial alguna, pudiendo el recipiendario exigir una compensación de los gastos o pérdidas en que hubiera incurrido por la aceptación (art. 976, CCCN).

Suponiendo que no hubiere acontecido retractación ni caducidad de la oferta, ella puede ser aceptada. La aceptación consiste en la exteriorización de la conformidad por el recipiendario de la oferta y determina directamente la concreción del contrato; por lo que, dada su importancia, debe ser total y expresa, y puede admitirse el silencio en casos excepcionales (art. 979, CCCN).

Aceptada la oferta, entonces se perfecciona el contrato; entre presentes cuando es manifestada y entre ausentes (es decir, cuando las partes se hallan distantes territorialmente y se presume que no es posible una comunicación inmediata) cuando es recibida por el proponente durante el plazo de vigencia (art. 980, CCCN).

A su vez, la aceptación también puede ser retractada, inclusive hasta el mismo momento en que llega al oferente.

Sin embargo, no todos los contratos observan un mecanismo de formación simple; por el contrario, algunos implican acuerdos parciales, una conformación progresiva, típica de aquellas situaciones donde confluyen varias partes y/o diversas con prestaciones diferenciadas. En tal caso, el art. 982 del CCCN establece que los acuerdos parciales terminan el contrato si se refieren a elementos esenciales particulares (los que tienen que ver con las prestaciones o contraprestaciones y sus modalidades acordadas y no los generales contractuales: consentimiento, objeto y causa) y son aceptados por las partes de acuerdo con la modalidad que corresponda en cada caso.

Es decir que de acuerdo con lo anterior, puede considerarse conformado un contrato aun cuando no se hubieren expedido sobre las cuestiones secundarias y/o accesorias, cosa totalmente diferente al sistema velezano que exigía un acuerdo en todas las cuestiones. Y ello es así porque las cuestiones accesorias sobre las que no hubiere acuerdo pueden, incluso, ser decididas mediante la intervención judicial (art. 960, CCCN).

Existe incertidumbre sobre qué debiera considerarse elemento esencial particular, pues el Código no lo menciona en cada contrato específicamente. Pero entiendo que puede lograrse igualmente el concepto mediante un mecanismo de exclusión, pues debieran así considerarse todos aquellos que, sin pertenecer al andamiaje de validez contractual, resulten de importancia singular para los intervinientes, o aquellos que, en caso de ser apartados, harían perder a los restantes su razón de ser.

Cuando todos son aceptados en legal forma, se considera concluido el contrato; en caso de duda, inconcluso.

Se menciona también las llamadas minutas y/o borradores; se les desconoce todo tipo virtualidad aun cuando que se refieran a elementos esenciales. Minuta es el borrador de un contrato, el mismo que se perfeccionará más adelante, con todas las formalidades del caso. Es decir, la minuta es un documento preliminar a otro que será el definitivo y que tiene que ver con la propia dinámica de la negociación de acuerdos de cierta complejidad.

Cabe entonces acotar que la minuta es un borrador que cuenta con información esencial y que luego de ser confirmada por las partes negociantes, podrá conformar un contrato. Se debe corroborar, por ejemplo, que los firmantes están de acuerdo con todas las cláusulas del contrato. Puede ser que exista disconformidad con alguno de los puntos del acuerdo y este debe ser modificado. Igualmente, puede ser que la versión final del documento incorpore más información o se modifiquen detalles de la redacción.

Breviario:

El consentimiento, como elemento trascendental en la conformación de los contratos, de cierta forma configura un recorrido escalonado por diferentes etapas (oferta, aceptación, conclusión), con la posibilidad cada una de ellas de contingencias aleatorias impeditivas a la existencia del contrato (retractación, caducidad).

b) Capacidad

La capacidad no solo es entendida como aptitud humana para los actos jurídicos en general sino que también se refiere a que no existan restricciones para contratar.

Nuestro ordenamiento de fondo, a partir de su art. 22, reglamenta lo que podemos denominar la capacidad general del sujeto. Así define la capacidad de derecho como la aptitud de toda persona humana para ser titular de derechos y deberes jurídicos; establece que la ley puede privar o limitar la misma respecto de hechos, simples actos o actos jurídicos determinados; con lo cual no hace otra cosa que aclarar que, amén de la capacidad/incapacidad genérica para los actos jurídicos, existen incapacidades o inhabilidades específicas determinadas por ley y que en la materia en tratamiento, tienen que ver con las llamadas inhabilidades para contratar. La incapacidad de derecho siempre es relativa pues no puede existir persona sin un solo derecho. Aun los esclavos en la antigua Roma llegaban a tener el derecho al peculio, por lo que podían hacer suyas las ganancias derivadas de la administración de la masa de bienes que el dueño ponía en sus manos para administrarla. La violación de las incapacidades de derecho trae aparejadas nulidades de tipo absoluto, pues está comprometido generalmente el orden público, la moral o las buenas costumbres (art. 386, CCCN).

El art. 23 del CCCN trata la capacidad de hecho o de ejercicio de los derechos por sí mismo, excepto las limitaciones legales que menciona en el artículo siguiente (art. 24, CCCN): la persona por nacer, la que no cuente con la edad ni la madurez suficiente o la declarada incapaz por sentencia judicial y de acuerdo con la misma extensión que siente tal resolución.

Esta incapacidad puede ser absoluta porque no permite el ejercicio de ninguno de los derechos que le asisten al sujeto (persona por nacer o incapaces declarados judicialmente) o bien relativa (los menores de 18 años de edad que no cuenten con la madurez suficiente, los inhabilitados y las personas con limitaciones de su libertad).

Pero lo cierto es que a la persona incapaz se le asigna un complemento para poder sortear de alguna manera su impedimento particular (progenitores, abogados del niño, tutores, curadores).

La violación de las incapacidades de ejercicio suele provocar nulidades relativas, es decir que los respectivos actos pueden ser subsanados (art. 388, CCCN).

A diferencia del Código velezano, el actual plexo normativo brinda una serie de pautas orientadoras al establecer que la capacidad de ejercicio siempre se presume (presunción de tipo iuris tantum), las limitaciones son siempre excepcionales y en protección de la persona, la intervención estatal será siempre de tipo interdisciplinaria (involucrando a profesionales no solo del Derecho sino también de la salud), la persona incapaz tendrá derecho a recibir información a través de medios y tecnologías adecuados y que posibiliten su comprensión (recuérdese que en el anterior ordenamiento, el sordomudo que no podía hacerse entender por escrito era considerado un incapaz absoluto y tratado en su discapacidad del mismo modo que el demente; con la reforma de 2015 es considerado como una persona con discapacidad auditiva y solo cuando por ningún medio pudiera comprender su entorno –art. 32, in fine, CCCN– será considerado incapaz), la persona incapaz tendrá derecho a participar en el proceso judicial (donde se determine lo relativo a su incapacidad) con asistencia letrada proporcionada por el Estado si carece de medios y debe priorizarse las alternativas terapéuticas menos restrictivas de los derechos y libertades (en clara concordancia con lo dispuesto por el art. 7 de la Ley 26.657 de Salud Mental).

Como antes se dijera, la violación de alguna de las normas que rigen la incapacidad de las personas puede acarrear la nulidad absoluta o relativa según el caso.

Excede el objeto del presente un tratamiento exhaustivo de la capacidad jurídica, que bien la regula nuestro Código de fondo; pero sí resultan de especial interés las llamadas “prohibiciones para contratar”, que se basan en circunstancias que concurren en algún contratante y se refieren a tipos y supuestos determinados para contratos concretos.

Así, el art. 1001 del CCCN establece genéricamente la prohibición de contratar de todos aquellos que estuviesen impedidos por disposiciones especiales, aun si lo hicieren a través de intermediarios; mientras que el art. 1002 del CCCN prevé como inhabilidades especiales la de los funcionarios respecto de los bienes de cuya administración o enajenación están encargados, los jueces (y demás intervinientes judiciales) respecto de los bienes de los juicios en que intervienen o han intervenido, los cónyuges, bajo el régimen de comunidad, entre sí y los albaceas que no son herederos en relación de los bienes.

Es decir que se trata de verdaderas incapacidades de derecho y que, de acontecer, provocan nulidades de tipo absoluto. Se debe actuar conforme lo dispuesto por el art. 1000 del CCCN; esto es, que el incapaz estará obligado a reembolsar o restituir al contratante restante solo si se enriqueció y en la medida de ese enriquecimiento.

Debe tenerse en cuenta que los dispositivos anteriores se relacionan con lo reglado por los arts. 43 a 45 del Código de fondo, en cuanto refieren a los actos jurídicos realizados antes y después de la declaración judicial de incapacidad debidamente inscripta. Los posteriores resultan en todos los casos nulos y posiblemente nulos los anteriores en la medida en que perjudiquen al incapaz y la enfermedad fuera ostensible, o si el otro contratante lo hiciera de mala fe (configurada precisamente en conocer o poder sospechar de la afección y, no obstante, contratar) o el acto fuera a título gratuito. Basta que confluyan solo algunas de las circunstancias anteriores para la nulidad de los actos anteriores a la inscripción de la sentencia que determina la incapacidad.

No es mera casualidad que proceda la nulidad en actos a título gratuito, pues debe recordarse que el art. 392 del CCCN también extiende los efectos de la nulidad al sub adquirente en ellos y no así a los de título oneroso.

Es decir que la nulidad se aplica a los actos, cualquiera sea su título respecto del tercero contratante con el incapaz, y a los sub adquirentes solo si se trata de actos gratuitos.

c) Objeto

i. Concepto

El objeto de los contratos es entendido como contenido concreto de la relación jurídica y está relacionado directamente con la conducta humana, que usualmente puede incidir en bienes materiales o inmateriales, con o sin significación patrimonial para los contratantes, pero valorable económicamente.

Es uno de los elementos cuya conceptualización ha generado un arduo y extenso debate doctrinal, abarcando numerosas definiciones desde las más variadas perspectivas. Así se lo ha definido como las contraprestaciones pactadas (es decir, se lo identifica con las obligaciones asumidas) o como los servicios y cosas que se prestan (es decir, el quid) y también como un proceso de especificación lógica (por el cual las partes establecen circunstancias tales como pautas convivenciales, fines propuestos, efectos, etc.).

El art. 1003 del CCCN establece los requisitos de los objetos contractuales; entiendo que así, indirectamente, ayuda a definirlo. Adviértase que establece como condiciones o requisitos circunstancias que representan verdaderas adjetivaciones propias tanto del plano objetivo como del subjetivo. Seguramente el contrato tendrá un objeto diferente para cada uno de los contratantes (así será más apropiado hablar de finalidad) y un objeto para un observador imparcial, como, por ejemplo, el Juez (seguramente así estará más emparentado con las prestaciones). Lo cierto es que el objeto, a mi entender, debe tratarse de un concepto definido y considerado desde una perspectiva libre de toda subjetividad posible, de modo que permita el contralor de cumplimiento de los requisitos legales. Sería impensable que, sometido un contrato a control jurisdiccional, se tomara en cuenta las aspiraciones individuales de cada contratante al inicio de la relación jurídica para determinar si este ha sido cumplido o no; lo cual no impide que el magistrado, en tren de interpretar algún punto o circunstancia oscura, pueda recabar en ellas como elemento de ayuda. Así, el art. 1061 del CCCN establece que, a los fines de la interpretación de los contratos, debe estarse a la intención común de las partes y a la buena fe; esta pauta es reperfilada en el artículo siguiente para aquellos casos en que por imposición legal o acuerdo se dispusiera una interpretación restrictiva.

Pero lo cierto es que siempre una de las partes, al momento de sentirse perjudicada y en trance de intimar de manera previa a la otra, hace hincapié en algo que se hizo mal, que no se hizo o se dejó de hacer, y las misivas epistolares no contienen alusión alguna a finalidades, aspiraciones, etcétera.

El Derecho regula la conducta humana principalmente intersubjetiva; por tanto, el objeto de los contratos no puede ser otra cosa que una conducta humana comprometida de manera previa. Sostenía Miguel Reale en Fundamentos do Direito (1940) que el Derecho es una realidad construida, un fenómeno de conducta social; por lo que intuyo que es un error considerar el objeto contractual desde lo exclusivamente económico.

ii. Requisitos

Nuestra ley civil, en el art. 1003 del CCCN, establece los requisitos del objeto contractual disponiendo que este debe ser lícito, posible, determinado o determinable; debe ser susceptible de valoración económica y corresponder a un interés de las partes aunque este no sea de carácter patrimonial.

— “Licitud entendida como lo que no es contrario a la ley”, sobre lo que es permitido contratar y lo que es considerado prohibido: así, el art. 1004 del CCCN menciona la ilicitud del objeto haciendo referencia a: actos prohibidos, aquellos contrarios a la moral, a las buenas costumbres, al orden público, a la dignidad humana; los lesivos de los derechos ajenos, los bienes que por motivo especial se prohíben que sean objeto de contratos y la contratación sobre el propio cuerpo humano de manera distinta a la prevista por los arts. 17 y 56 del mismo ordenamiento.

El “orden público” ha sido definido de múltiples maneras; una noción muy básica y esclarecedora lo conceptúa como el conjunto de normas, reglas y principios que regulan el desenvolvimiento armónico de la sociedad, consideradas por su fundamental importancia en la existencia digna de ella, como de orden público, ya que sin esos preceptos, la vida en común se convertiría en caótica o, al menos, muy desordenada.

El contrato que colisiona con una norma imperativa es un contrato ilegal por ser contrario al orden público. Aun cuando las partes en uso de la autonomía de la voluntad pueden establecer el objeto del contrato, este tiene un primer límite, que es el orden público.

Esta noción de orden público en los contratos se configura como garantía de los contratantes con distintas funciones:

— Así actúa como “garantía procedimental” al consenso pleno: es decir que el proceso de formación del mismo requiere que sea ajustado al ordenamiento jurídico. Es “procedimental” porque garantiza que se cumpla el procedimiento encaminado al consentimiento pleno y, por ende, válido. Atañe a las partes y al buen entendimiento entre ellas. Se vincula con los sujetos. Esta “garantía” protege al emisor de la declaración de voluntad: así, por ejemplo, las normas referidas al error, dolo, violencia y la lesión responden a este propósito. Esta garantía protege también al receptor: el principio de confianza o buena fe, lealtad, ha llevado a la elaboración de nociones, como reconocibilidad del error y consentimiento presunto.

― Actúa como “garantía de protección”: es decir, la regulación vinculada al entorno, a las condiciones económico-sociales que pueden provocar una desigualdad, no de un sujeto, sino de una clase de ellos. No es subjetiva sino grupal. Hay una desigualdad económico-social en virtud de la cual no hay discusión ni negociación, sino mera adhesión, perjudicándose así a una serie de sujetos o franja poblacional. Lo que se pretende es proteger a una de las partes restableciendo el equilibrio contractual. Así, por ejemplo, la Ley de Defensa del Consumidor y las normas del Código Civil y Comercial de la Nación que regulan contratos por adhesión y de consumo tienen tal finalidad, un fin netamente tuitivo. Se encuentran ejemplos del rol protector del orden público en distintas leyes que a lo largo de la historia han tratado de impedir abusos o explotación de un grupo de sujetos en situación de vulnerabilidad.

— Actúa como “garantía de coordinación”: es un conjunto de normas imperativas que controla la licitud de lo pactado por las partes, principalmente su adecuación a los valores esenciales del ordenamiento jurídico. Se trata de los valores que deben respetar los contratos: la persona, atributos, la moral y las buenas costumbres, la libertad de comercio.

Esta se distingue claramente de las otras dos funciones porque se refiere al objeto y a la causa y no al proceso de formación del consentimiento. Este tipo de intervención (orden público de coordinación) se aplica al objeto en sus caracteres de posibilidad, licitud y también a la causa. En orden a este límite que establece el orden público de coordinación, se establece la función del contrato, entendida como la adecuación del vínculo privado a los demás vínculos o creaciones individuales. Ello origina el “principio de sociabilidad” que se expresa en reglas formuladas como cláusulas generales: buena fe, abuso del derecho, entre otras. El juez puede aplicarlo declarando inválida una cláusula contractual si el contrato contiene una cláusula abusiva o declarando nulo todo el contrato.

— “La moral y las buenas costumbres”: la moral y las buenas costumbres son un estándar jurídico que permite al juez el control de la norma privada del contrato. La moral, entendida como un conjunto de convicciones de orden ético y de valor, impide celebrar contratos inmorales. Se trata, pues, de proteger una serie de conductas que deben ser cumplidas y acatadas por la sociedad; y que, además, no pueden ser derogadas convencionalmente. La inmoralidad de un contrato conllevaría a su nulidad.

El contenido de este estándar ha ido variando en el tiempo; en tiempo pasado referenciaba (polémicamente) a la moral cristiana y al actuar y sentir de una sociedad. Hoy en día, pluralismo social mediante, debe ponderar una consideración elástica y flexible en relación con las exigencias axiológicas en un contexto de apertura y tolerancia de doctrinas, posiciones y culturas diversas.

Un fallo bastante añejo, muy interesante, roza este tópico en el contrato de compraventa. Se trata de “Contreras, Blas N. c/ Cairone, Anunciado” (CCC, Tucumán, 04/071967), donde se determinó que la facultad del vendedor de apropiarse de más del 45 % del precio abonado constituía un caso de abuso manifiesto, contrario a la moral y a las buenas costumbres. Particularmente se sostuvo que:

“…No se trata de la aplicación de los principios subjetivos que el juzgador tenga de la moral y las buenas costumbres y que pueda volcarlos como contenido de los arts. 530 y 953 del Cód. Civil, sino de aquellos que rebasan los límites subjetivos de la existencia individual y se concretan en la moral común, encontrándolos muchas veces el juzgador ya plasmados, también como principios informadores, en la legislación vigente (art. 16, Cód. Civil).

Si Vélez Sarsfield no determinó lo que entendía como moral y buenas costumbres en su Código no es porque faltase un concepto trascendente de ello en su tiempo y en el medio que dicha legislación debía aplicarse, sino porque no escapó a aquél que un cuerpo de leyes, y más en el momento histórico en que se dictó nuestro Código Civil, no es nunca una obra acabada, siendo más bien una apertura de posibilidades a fin de que el hombre realice su convivencia; por ello, dio al texto de los arts. 530 y 953 la amplitud necesaria para su adecuación a las exigencias mudables de la vida social y a la legislación que a consecuencia de ello se fuere sancionado con los tiempos…

En ningún momento de su labor el intérprete judicial debe tener tanto presente, como cuando se trata de la interpretación de los arts. 530 y 953 del Cód. Civil, que interpretar la ley no es solamente desentrañar el sentido del texto legal, sino también integrarlo con el resto del derecho, buscando el sentido plenario de la norma, su armonía y correspondencia con la totalidad del derecho vigente…

Si la sociedad ha olvidado conceptos morales, relajando así las normas éticas, es deber del órgano jurisdiccional, en uso del poder morigerador, tender a que se retorne a los cauces indebidamente abandonados…”.

— El objeto del contrato que afecta la dignidad humana: se debe tener en consideración que la dignidad de la persona humana constituye un eje nodal y, a la vez, transversal en el nuevo régimen del Código Civil y Comercial de la Nación. Su art. 1004 expresamente limita el objeto del contrato cuando se contraríe “la dignidad de la persona humana”, en consonancia con las exigencias constitucionales y los tratados internacionales.

El Código Civil vigente hasta el 31/07/2015, enrolado más en una visión formalista del derecho, no había efectuado definiciones sobre la persona en su aspecto específicamente humano sino que estaba más orientado a una noción determinada por la normatividad, prescindía de una visión antropocéntrica y constituía un concepto únicamente jurídico.

Así, fue visto como un centro de imputación normativa cuando define que “son personas todos los entes susceptibles de adquirir derechos y contraer obligaciones” (art. 30, incluyendo allí también la ficción de las personas jurídicas). Y aun cuando se legislara en él sobre numerosos aspectos que hacían a esa “humanidad” de la persona, a partir de que define a las personas de existencia visible y va enumerando los derechos y obligaciones que adquieren a lo largo de su existencia, no abandona el perfil de “haz normativo” que en principio le diera.

La tardía incorporación de derechos personalísimos a ese Código, más allá de la jurisprudencia que se fue anticipando, se dio a través de la ley 20.889 del 25/10/74 al crear el art. 32 bis, que legislaba sobre el derecho a que se respete su vida íntima, y las sanciones (cese e indemnización) a quienes la invadieran o perturbaran. Su efímera existencia fue reemplazada por la incorporación del art. 1071 bis a través de la ley 21.173 del año 1975, en el capítulo referido a los actos ilícitos, y concatenado al ejercicio abusivo de los derechos, pero sin variar sustancialmente su contenido, que seguía orientado a evitar la perturbación de la vida íntima. Es decir que legislaba más por la faz negativa, basada en la segunda regla de Ulpiano del alterum non laedere, que ya la Constitución había consagrado en su art. 19, pero llevándola el Código al plano más personal y afectivo.

En el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, vemos cómo se plasma positivamente ese concepto cuando se incorpora un capítulo dedicado especialmente a derechos y actos personalísimos, en el que le da entrada legislativa a la dignidad en su art. 51, que reza: “La persona humana es inviolable y en cualquier circunstancia tiene derecho al reconocimiento y respeto de su dignidad…” y que luego prevé la sanción a su transgresión en el art. 52 disponiendo que: “La persona humana lesionada en su intimidad personal o familiar, honra o reputación, imagen o identidad, o que de cualquier modo resulte menoscabada en su dignidad personal, puede reclamar la prevención y reparación de los daños sufridos, conforme a lo dispuesto en el Libro Tercero, Título V, Capítulo 1”.

Esta sistematización de los derechos de la personalidad venía siendo “largamente reclamada por la doctrina argentina”, según dicen los “Fundamentos” (o “Exposición de Motivos”) publicados, que preceden al articulado, y que para ello “…se ha tomado en consideración la incorporación a la Constitución del derecho supranacional de derechos humanos, cuya reglamentación infraconstitucional debe tener lugar en el Código Civil…”.

Tiene un amplio tratamiento de las prácticas abusivas en los contratos de consumo, pero también en las restantes categorías contractuales, como por ejemplo en los contratos de tipo laboral.

— “Contrato sobre bienes prohibidos”: son bienes fuera del comercio, aquellos cuya transmisión está expresamente prohibida: a) por la ley, b) por actos jurídicos, en cuanto el Código permite tales prohibiciones (art. 1972, “Cláusulas de inenajenabilidad”, CCCN).

— “Prohibido por la ley”: directamente relacionado con las cosas fuera del comercio, entendiendo como tales aquellos bienes cuya venta está prohibida absolutamente (inenajenabilidad absoluta) porque pertenecen al dominio público del Estado (art. 237, CCCN).

Otros bienes, estando fuera del comercio –o sea, que no pueden ser objeto del contrato–, pueden enajenarse (disponerse) bajo ciertas condiciones (inenajenabilidad relativa) referidas generalmente a la autorización judicial (v.gr. art. 90, caso de la venta de bienes del presunto fallecido en período de preanotación; art. 122, constitución, transmisión o modificación de derechos reales sobre los bienes de los menores que administra el representante legal; art. 250, transmisión de inmuebles afectados a la protección de la vivienda si el cónyuge o conviviente del titular presta su consentimiento).

En autos “Jaime Bravo, Liliana c/ Montalvetti, Mario s/ restitución de bien dado en comodato” (Superior Tribunal de Santiago del Estero, 10/07/2007), se dispuso: “Es ajustado a derecho calificar como de objeto prohibido al contrato de comodato sobre una unidad habitacional adjudicada a través del FONAVI, configurando un acto nulo de nulidad absoluta, lo que obliga a las partes a restituirse mutuamente lo que han recibido o percibido en virtud o por consecuencia del acto anulado. Estas restituciones son una consecuencia explícitamente imputada a la nulidad por la ley, en procura del valor seguridad, pero en una interpretación integral del ordenamiento puede haber excepciones al principio de restitución más allá de las que expresamente surgen del régimen específico; mencionándose entre ellas a la que dice que no corresponde reconocer derecho alguno a la restitución de la cosa –que se entregó en virtud del acto anulado– al que actuó de mala fe. Ello, por aplicación del principio general de que nadie puede invocar su propia torpeza. Sin embargo, si los comodatarios conocían –o debían conocer– la existencia de la prohibición que pesaba sobre la vivienda objeto del contrato, ambas partes se encuentran en la misma situación desventajosa. Cuando la culpa esté de parte de ambos contratantes, ninguno podrá repetir lo que hubiere dado ni reclamar el cumplimiento de lo que el otro hubiere prometido; por ser recíprocas las pérdidas quedan compensadas; pero en el caso de que una sola de las partes no restituya, hay razón para que no prospere el derecho a quedarse con lo recibido por causa torpe. En este caso, la obligación de restituir el bien a la actora se funda en su mejor derecho a poseer…”.

La “posibilidad del objeto contractual” se refiere a la potencialidad del mismo para existir o ser, tanto material como jurídicamente. La posibilidad o imposibilidad se juzga al momento de la celebración del contrato, porque es un requisito del objeto como elemento de la estructura. Si la imposibilidad ocurriera con posterioridad, en la etapa de ejecución sería juzgada como imposibilidad de cumplimiento. Fijar como objeto contractual la obligación de una parte de edificar una vivienda utilizando aire es materialmente imposible, pues contraría las leyes de la física. De modo similar, pautar la hipoteca de un automotor deviene jurídicamente imposible.

Un caso peculiar vinculado con esta característica de un objeto posible tiene que ver con “los bienes futuros”. Es decir que preliminarmente un bien de posible existencia a futuro no podría ser un objeto contractual jurídicamente posible; pero, sin embargo, tiene una regulación especial que sí lo posibilita en determinadas circunstancias, en términos del propio art. 1007 del CCCN (“Los bienes futuros pueden ser objeto de los contratos. La promesa de transmitirlos está subordinada a la condición de que lleguen a existir, excepto que se trate de contratos aleatorios”). Puede ser objeto de los contratos y la promesa de transmitirlos está condicionada a que lleguen a existir, salvo el caso de contratos aleatorios (aquellos en los que, según el art. 968 del CCCN, la determinación de las ganancias o ventajas de una de las partes o de ambas dependen de un acontecimiento incierto).

La diferencia entre ambos es clara. Mientras que en el que posee como objeto un bien futuro, se trata de un contrato sujeto a condición en su existencia misma y, por ende, puede o no existir dependiendo de si se cumple o no la condición (a partir del cumplimiento de la condición el contrato existe y produce efectos jurídicos); el contrato aleatorio existe desde el primer momento, desde su celebración y lo que está indeterminado es la existencia y/o extensión de sus utilidades o provechos. Por ejemplo: una persona acuerda con otra la venta de su biblioteca solo si esta se recibe de abogado; es un típico contrato condicional. En el mismo caso, si acuerda que al recibirse de abogado le venderá los libros que ostente en su poder a esa fecha, se trata de un contrato aleatorio.

Como se advierte, con relación a los bienes futuros, también se mantiene el principio de la libertad de las partes para elegir el objeto de sus contratos. Sin embargo, existen excepciones a la regla. En efecto, al igual que ocurría en el Código antiguo –art. 1175, Cód. Civil–, como principio general, el Código Civil y Comercial de la Nación prohíbe el pacto sobre herencias futuras, que trata en el art. 1010:

“La herencia futura no puede ser objeto de los contratos ni tampoco pueden serlo los derechos hereditarios eventuales sobre objetos particulares, excepto lo dispuesto en el párrafo siguiente u otra disposición legal expresa.

Los pactos relativos a una explotación productiva o a participaciones societarias de cualquier tipo, con miras a la conservación de la unidad de la gestión empresarial o a la prevención o solución de conflictos, pueden incluir disposiciones referidas a futuros derechos hereditarios y establecer compensaciones en favor de otros legitimarios. Estos pactos son válidos, sean o no parte el futuro causante y su cónyuge, si no afectan la legítima hereditaria, los derechos del cónyuge, ni los derechos de terceros”.

En el Código Civil, la prohibición de pactos sobre “herencias futuras” forma parte de la gama de normas de neto corte de orden público que contiene el derecho de sucesiones. Los actos que importan la aceptación o renuncia a una herencia futura, ya sea por contrato o acto unilateral, son nulos (art. 3311, Cód. Civil) de nulidad absoluta e insanable (art. 387, CCCN). Tampoco eran válidos los pactos hechos por testamento por dos o más personas, ya sea a favor de terceros o a título de disposición recíproca y mutua (art. 3618, Cód. Civil). Se procura evitar así que se hagan cálculos con la muerte futura de una persona, por lo que reposa en un claro sentido y fundamento de tipo moral.

El Código Civil y Comercial de la Nación mantiene la línea del Código de Vélez pero introduce una excepción muy importante, que no tiene precedentes en los proyectos de reforma, pues el art. 1010 del CCCN, luego de establecer que “La herencia futura no puede ser objeto de los contratos ni tampoco pueden serlo los derechos hereditarios eventuales sobre objetos particulares…”, deja a salvo “…lo dispuesto en el párrafo siguiente u otra disposición legal expresa…”. Es decir que es una cláusula abierta que deja la posibilidad de introducir por ley otras excepciones en el futuro.

Una excepción importante sobre la contratación de herencias futuras lo es la “empresa familiar”, como unidad económica con gran sentido y significación social. Hay “empresa familiar” cuando los integrantes de una familia dirigen, controlan y son propietarios de una empresa, la que constituye su medio de vida, y tienen la intención de mantener tal situación en el tiempo y con marcada identificación entre la suerte de la familia y la de la empresa. La empresa familiar tiene una enorme importancia económica, social y moral reconocida en todo el mundo y presenta grandes fortalezas que la hacen más exitosa que las no familiares cuando está debidamente organizada. Cuando ello no ocurre, presenta debilidades derivadas principalmente de su informalidad, de la falta de profesionalización, de la falta de planeamiento de la sucesión, de la inexistencia de canales idóneos de comunicación y, fundamentalmente, de la confusión de límites, de fondos y de roles entre la familia y la empresa. Todo ello crea la necesidad de acudir a procedimientos y herramientas que permitan brindarle una debida sustentabilidad de modo de posibilitar su continuación y evitar las altas tasas de extinción, principalmente al pasar a manos de las siguientes generaciones. Las debilidades señaladas se agravan porque el Derecho privado argentino actual relativo a los contratos, las sociedades, la familia y las sucesiones no conforma un marco legislativo propicio para las empresas familiares y no posee normas específicas que puedan dar sustento legal a su adecuado funcionamiento y a su continuación en el tiempo. Por otra parte, los enormes esfuerzos del grupo familiar que suelen acompañar este tipo de empresas tropiezan en el tiempo con disposiciones de orden público –cuya violación lleva a la nulidad de los actos– que interfieren en la aplicación de las normas propias del Derecho societario. Las organizaciones familiares pueden perdurar muchos años en el mercado y en ese lapso se van fragmentando. Esta realidad hace que se fraccione tanto el capital originariamente invertido como sus frutos en muchos miembros, algunos totalmente ajenos a la familia y otros que tal vez están ligados entre sí por un parentesco muy lejano y sin incidencia en el orden sucesorio.

El Código Civil velezano expresamente prohibía los pactos sobre “herencia futura” (art. 1175, Cód. Civil: “No puede ser objeto de un contrato la herencia futura, aunque se celebre con el consentimiento de la persona de cuya sucesión se trate; ni los derechos hereditarios eventuales sobre objetos particulares”; art. 1176, Cód. Civil: “Los contratos hechos simultáneamente sobre bienes presentes, y sobre bienes que dependen de una sucesión aun no deferida, son nulos en el todo, cuando han sido concluidos por un solo y mismo precio, a menos que aquel en cuyo provecho se ha hecho el contrato consienta en que la totalidad del precio sea sólo por los bienes presentes”), de los que no están exceptuados la planificación en la empresa familiar ni el régimen patrimonial del matrimonio (arts. 1315 y 1316 bis, Cód. Civil). Muchas empresas familiares han llegado a tomar dimensiones muy importantes en el mercado y hasta ser referentes en sus rubros. La ausencia de una regulación que coordine el derecho sucesorio con estos emprendimientos económicos impide muchas veces realizar planificaciones a largo plazo por los conflictos personales que suelen acompañar a las cuestiones hereditarias.

Existen distintos mecanismos cuya aplicación satisface en parte; por ejemplo, los interesados suelen acudir a la aplicación del art. 3514 del CCCN, que da cuenta de la partición por ascendiente, ya sea por donación o por vía testamentaria. En este último sentido, el art. 51 de la ley 14.394 autoriza al causante a imponer una indivisión hereditaria con el límite temporal de diez años, plazo que puede extenderse o excepcionarse frente a circunstancias especiales.

Ante esta situación, el Código Civil y Comercial de la Nación exceptúa de la prohibición del pacto de herencia futura en el art. 1010, párr. 2, a: “Los pactos relativos a una explotación productiva o a participaciones societarias de cualquier tipo, con miras a la conservación de la unidad de la gestión empresaria o a la prevención o solución de conflictos, pueden incluir disposiciones referidas a futuros derechos hereditarios y establecer compensaciones en favor de otros legitimarios…”. De esta forma, se procuró proteger la continuidad de la explotación de la empresa familiar, se trate de una explotación productiva o de una participación societaria, supuesto este último que, por su generalidad, amplía veladamente el caso en que expresamente se admite el pacto de herencia futura.

La condición para que esos pactos resulten válidos es que tengan por fin “la conservación de la unidad de la gestión empresaria” o “la prevención o solución de conflictos”, vinculado esto directamente con los emprendimientos familiares; por otro lado, que estos acuerdos no afecten la legítima hereditaria ni los derechos del cónyuge ni de terceros. En este último caso, la eventual afectación de los derechos de otros legitimarios puede dar lugar a compensaciones a fin de no tornar estéril la previsión legal de manera tal que impida la validez de lo acordado.

Otro caso que se relaciona con el requisito de la posibilidad del objeto es lo que atañe a los “bienes ajenos”; como regla general, si bien lo ajeno es indisponible, cumpliéndose ciertas pautas sí pueden ser objeto del contrato de venta:

“Art. 1008, CCCN: Los bienes ajenos pueden ser objeto de los contratos. Si el que promete transmitirlos no ha garantizado el éxito de la promesa, sólo está obligado a emplear los medios necesarios para que la prestación se realice y, si por su culpa, el bien no se transmite, debe reparar los daños causados. Debe también indemnizarlos cuando ha garantizado la promesa y ésta no se cumple.

El que ha contratado sobre bienes ajenos como propios es responsable de los daños si no hace entrega de ellos”.

A diferencia del anterior régimen, el actual Código distingue según se haya contratado sobre bienes ajenos “como propios” o “como ajenos”. En el primer caso, el vendedor asume la obligación de adquirirlos, de manera que si no cumple, responde por los daños y perjuicios consiguientes. En cambio, si contrató sobre bien ajeno como tal, quien comprometió su entrega asume una obligación de medios, pues está obligado a “emplear los medios necesarios para que la prestación se realice” y responde por los daños y perjuicios si por su culpa el bien no se llega a transmitir. El contrato sobre cosa ajena es inoponible al dueño de la cosa o bien. Por tanto, para generar responsabilidad, deberá probarse que el promitente no empleó los medios necesarios para que la prestación se concrete. Un ejemplo específico de este caso es la compraventa de cosa ajena (art. 1132, CCCN).

Finalmente, también vinculado esto con el requisito hasta ahora examinado, debe comprenderse como objeto posible lo relativo a los “bienes litigiosos, gravados o cautelados”. Esto se contempla en el art. 1009 del CCCN:

“Los bienes litigiosos, gravados, o sujetos a medidas cautelares, pueden ser objeto de los contratos, sin perjuicio de los derechos de terceros.

Quien de mala fe contrata sobre esos bienes como si estuviesen libres debe reparar los daños causados a la otra parte si ésta ha obrado de buena fe”.

Se desprende así que lo que la ley desalienta es que se contraten respecto de estos bienes como si fueran libres y más que nada tiende a proteger a terceros contratantes de buena fe así como a los diversos acreedores. Pero también cabe estipular que, poniendo en conocimiento en la contratación la existencia y la individualización de los gravámenes o las cautelas que afectan al bien, es perfectamente válido y posible y debe tomarse desde el contratante que los promete como una obligación de medios, salvo que garantice la entrega.

A su vez, desde la perspectiva del adquirente, el conocimiento de tales circunstancias elimina la responsabilidad por evicción, salvo que se haya pactado expresamente.

— Objeto determinado o determinable: así, el art. 1005 del CCCN establece que cuando el objeto se refiera a bienes, estos deben estar determinados en su género o en su especie, aunque no lo estén en cantidad, si esta puede ser determinada.

El objeto es determinable cuando, si bien no se lo precisa al inicio, igualmente se fijan y establecen pautas suficientes para su individualización. También se prevé, en el art. 1006 del CCCN, que los contratantes pueden acordar que la determinación la efectúe un tercero; en caso de imposibilidad, puede acudirse a la vía judicial para ello.

— “Relevancia económica del objeto”, entendida como una característica intrínseca de la prestación, independientemente de la trascendencia que pudiera tener para el sujeto. Es decir que al menos una de las prestaciones debe poder ser valorada económicamente, más allá del interés del contratante, que puede ser incluso extrapatrimonial. En tal sentido, son relevantes las normas que refieren lo relativo al precio en el contrato de compraventa y que serán tratadas más adelante (arts. 1133 y ss., CCCN).

d) Causa

i. Concepto

La causa de los contratos es un elemento esencial de estos que se relaciona con el motivo por el cual se celebran y se ejecutan.

La causa es unos de los elementos que produjo un gran debate doctrinal en torno a su conceptualización. Así, algunos identifican la causa con el origen o el nacimiento del contrato; otros, con la finalidad de las partes al celebrarlo, mantenerlo y ejecutarlo. Por ello se habla de causa-fuente y causa-fin.

No obstante lo anterior, el art. 1012 del CCCN dispone que se aplica en el tema lo referido a la causa de los actos jurídicos en general, es decir, lo previsto por los arts. 281 y ss. del mismo ordenamiento, a saber:

Art. 281: “Causa. La causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido determinante de la voluntad. También integran la causa los motivos exteriorizados cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma expresa, o tácitamente si son esenciales para ambas partes”.

Art. 282: “Presunción de causa. Aunque la causa no esté expresada en el acto se presume que existe mientras no se pruebe lo contrario. El acto es válido aunque la causa expresada sea falsa si se funda en otra causa verdadera”.

Art. 283: “Acto abstracto. La inexistencia, falsedad o ilicitud de la causa no son discutibles en el acto abstracto mientras no se haya cumplido, excepto que la ley lo autorice”.

Por ello se colige que con la reforma del año 2015, se adhiere al concepto de causa-fin, es decir, la finalidad que ha sido relevante para contratar, pues se ha enrolado en la llamada doctrina o posición neocausalista, desarrollada en nuestro derecho por Videla Escalada y seguida por Borda, López Olaciregui y Cifuentes, entre otros. Para Videla Escalada, el concepto más exacto de la causa, como elemento esencial de los actos, es la finalidad o razón de ser del negocio jurídico, entendida en el doble sentido de causa uniforme y repetida, incluyendo los motivos psicológicos relevantes que impulsaron a las partes a concluir el acto. A estos últimos se refiere la parte final del art. 281 del CCCN, al mencionar los motivos exteriorizados.

ii. Exigencias

Como primera exigencia, la causa de los contratos debe existir y estar presente en todo momento de vigencia de la relación jurídica. Esto es también conocido como el “requisito de pervivencia”. La falta de causa da lugar a la nulidad, readecuación o extinción del contrato, según se trae el caso o corresponda.

Además de existir la causa, como segunda exigencia, esta debe ser “lícita, no contraria a la moral y a las buenas costumbres ni al orden público”, conforme los conceptos que ya se explicaran al momento de hacer referencia al objeto.

Art. 1014 del CCCN: “Causa ilícita. El contrato es nulo cuando:

a) su causa es contraria a la moral, al orden público o a las buenas costumbres;

b) ambas partes lo han concluido por un motivo ilícito o inmoral común. Si sólo una de ellas ha obrado por un motivo ilícito o inmoral, no tiene derecho a invocar el contrato frente a la otra, pero ésta puede reclamar lo que ha dado, sin obligación de cumplir lo que ha ofrecido”.

En la parte final del artículo se considera al contratante que no tenía conocimiento de la ilicitud de la causa de la otra parte. Dada su inocencia y en base a ello, se le permite considerarse desobligado de los efectos propios del contrato.

En autos “Plan Rombo SA de Ahorro para Fines Determinados c/ GCBA” (Cám. Cont. Adm. y Trib., 31/08/2006), se estableció que “La causa final es un elemento esencial general de los contratos y en este tema la teleología es el hilo conductor de la justicia contractual. Dicha causa es el elemento que permitiría restablecer el valor de la prestación notablemente alterada de los términos del intercambio… podría llegar hasta la aplicación de la teoría de la frustración del fin del contrato. La tutela del mantenimiento de los valores del intercambio indica la preservación razonable de los términos del mismo. Es decir, se impone analizar la preservación razonable de los valores en el marco particular de las funciones de cada contrato. Es decir, se aplicará en su caso la función económica y social de la causa a fin de obtener un reajuste razonable de los valores de intercambio”.

Adviértase que el extracto jurisprudencial explica la necesidad de que la causa (fin) deba subsistir durante toda la relación contractual, pues es la forma de contralor de la justicia contractual, entendida esta como el mantenimiento del equilibrio de las prestaciones y su posibilidad de revisión judicial.

e) Forma

La forma de los contratos es entendida aquí como el modo de exteriorización de los contratos, llegando a exigirse en determinados casos ciertas solemnidades.

i. Dinámica

Con una técnica similar a la referente a la causa, el Código Civil y Comercial de la Nación, también aquí, remite a lo relativo a las formas de los actos jurídicos, consagrándose el “principio rector de la libertad de las formas”; es decir que solo en los casos en que la ley disponga una determinada la forma, resultará indisponible para las partes contratantes.

Hay que reconocer que cuando “la ley exige una forma determinada”, no lo hace siempre con la misma finalidad e intensidad.

Así, en algunos casos, el apartamiento de la forma impuesta puede acarrear la nulidad absoluta del contrato (por ejemplo, la donación de inmuebles, las prestaciones periódicas o vitalicias, la transacción sobre derechos litigiosos, etc.). En otras situaciones, el contrato subsiste pero sin poder producir sus efectos propios. Aquí, se interpretan como contratos en que las partes se comprometieron a cumplir la forma determinada (el caso del art. 384, CCCN, conocido como la “conversión del negocio”) y que en la medida que se encuentren presentes todos los elementos esenciales de un contrato, puede redireccionarse el mismo, convirtiéndose en una obligación de hacer, es decir, el cumplimiento de la forma. Y también se dan a menudo casos en que la forma no condiciona la validez ni la producción de efectos propios, pero sí hace a la demostración de la existencia del contrato.

ii. Clases

De acuerdo con lo anterior, ello también posibilita que se hable de contrato no formal y formal; dentro de estos últimos, se puede distinguir entre contrato solemne absoluto, solemne relativo y solemne probatorio.

iii. Forma en anexos contractuales

La misma formalidad exigida para un contrato rige también para sus modificaciones posteriores, excepto que se trate de cuestiones accesorias o secundarias o que exista una disposición legal en contrario (art. 1016, CCCN). Con ello se trata de asegurar que las mismas formalidades exigidas (que, muchas veces, lo son en protección de los mismos contratantes y terceros de buena fe) para el contrato se sigan en sus anexos futuros, para así extender también tal protección.

Un caso peculiar lo constituye el art. 1669 del CCCN, que reza: “El contrato, que debe inscribirse en el Registro Público que corresponda, puede celebrarse por instrumento público o privado, excepto cuando se refiere a bienes cuya transmisión debe ser celebrada por instrumento público. En este caso, cuando no se cumple dicha formalidad, el contrato vale como promesa de otorgarlo. Si la incorporación de esta clase de bienes es posterior a la celebración del contrato, es suficiente con el cumplimiento, en esa oportunidad, de las formalidades necesarias para su transferencia, debiéndose transcribir en el acto respectivo el contrato de fideicomiso”. Y digo peculiar pues en su primera parte, contiene lo que se dijo acerca de la conversión del negocio, mas luego parecería imprimir una excepción el principio de modificación, pues según la inteligencia del mencionado art. 1016 del CCCN, la forma del contrato debe trasladarse a sus anexos; pero ¿qué sucedería si el contrato fuera mediante instrumento privado y luego en su anexo se incorporara un inmueble a la luz del art. 1017 del CCCN? Más allá de que seguramente la incorporación de un inmueble difícilmente pueda considerarse una cuestión secundaria del contrato, existe una disposición concreta y específica referente a los inmuebles, por lo que no se trasladaría la forma del contrato principal.

iv. La forma pública

A su vez, ciertos contratos deben ser realizados mediante escritura pública, lo cual es un apartamiento del principio de la libertad de formas. Y si bien solo se trata de una descripción enunciativa y no taxativa, el art. 1017 del CCCN contiene un detalle de los mismos al disponer:

“Deben ser otorgados por escritura pública:

a) los contratos que tienen por objeto la adquisición, modificación o extinción de derechos reales sobre inmuebles. Quedan exceptuados los casos en que el acto es realizado mediante subasta proveniente de ejecución judicial o administrativa;

b) los contratos que tienen por objeto derechos dudosos o litigiosos sobre inmuebles;

c) todos los actos que sean accesorios de otros contratos otorgados en escritura pública;

d) los demás contratos que, por acuerdo de partes o disposición de la ley, deben ser otorgados en escritura pública”.

En cuanto a los supuestos del primer inciso, que resultan claros, un caso peculiar se ha suscitado en lo que atañe a la “cesión de derechos y acciones posesorias”, pues si bien no se trata de derechos reales, alguna jurisprudencia consideró que el ejercicio prolongado en el tiempo y con los demás aditamentos legales posibilitaba la usucapión y, por ende, la adquisición originaria del derecho real, imponiéndose entonces la escritura pública. En otras ocasiones, se interpretó que consistían en derechos dudosos o litigiosos, por lo que también se exigió escritura pública.

En autos “Rodi Mangini, María Florencia c/ Rodi, Carlos s/ prescripción adquisitiva vicenal” (Cám. Apel. Civ. y Com. Trenque Lauquen, 21/12/2016, Expte. Nº 90.092), se resolvió que: “La cesión de derechos posesorios puede hacerse válidamente por instrumento privado. No se opone a esa forma lo que dispusiera en su momento el art. 1184, inc. 1, del Cód. Civil, en cuanto a que debían ser hechos en escritura pública los contratos que tuvieran por objeto la trasmisión de bienes inmuebles, en propiedad o usufructo, o alguna obligación o gravamen sobre los mismos o traspaso de derechos reales sobre inmuebles de otros. Tampoco lo que ahora reglamenta el art. 1017 del Cód. Civil y Comercial –de considerárselo aplicable al caso– pues allí se previene que deben ser otorgados por escritura pública los contratos que tienen por objeto la adquisición, modificación o extinción de derechos reales sobre inmuebles. Y la posesión es una relación de poder de hecho sobre una cosa, que no aparece enunciada como un derecho real, ni en el art. 2503 del Cód. Civil ni en el art. 1887 del Cód. Civil y Comercial (arg. arts. 2351 y concs., Cód. Civil; art. 1909, Cód. Civil y Comercial). Quizás el error del juzgador que ha exigido esa forma al contrato de cesión de derechos posesorios sobre un inmueble derive de la inadvertencia de que tanto en el art. 1184, inc. 1, del Cód. Civil como en el art. 1017, inc. a, la exigencia se refiere a operaciones relativas a derechos ‘reales’ sobre bienes inmuebles, a transmisión de bienes inmuebles en propiedad o usufructo o a transacciones sobre bienes inmuebles y no, en general, a ‘derechos sobre inmuebles’, con lo cual se le dio a esas normas un rendimiento del que no fueron provistas por el legislador (f. 180). En punto a que serían de aplicación las disposiciones que prevén la escritura pública para la cesión de derechos litigiosos (arg. arts. 1455, Cód. Civil; arts. 1017, inc. b, y 1618, inc. b, Cód. Civil y Comercial), se parte de la equivocación de entender que la cesión de derechos posesorios concretada antes de iniciarse el juicio de usucapión es un derecho litigioso o dudoso. Cuando al momento de concretarse la cesión no había litigiosidad ni duda exteriorizada acerca de los derechos cedidos (fs. 2 y 60/vta.). Existen diferentes posturas respecto de cuándo cabe calificar a un crédito de litigioso. Dos de ellas exigen siempre que el derecho se encuentre en la órbita judicial, aunque –para una de ellas– no se discuta allí necesariamente la existencia de ese crédito. Pero es francamente minoritaria la posición que admite la calificación de litigioso para el crédito que puede resultar pasible de una controversia judicial, aun cuando ella no se hubiera planteado a la fecha de la cesión. Pero la posesión más acorde con la libertad de las formas es alguna de las enunciadas primero (Lorenzetti, R. L., Código… Contratos. Parte Especial, t. I, pág. 351)…”.

Con referencia a los supuestos del último inciso, es decir cuando la escritura pública la acuerdan libremente las partes o la impone la ley, cabe recordar que, más allá del art. 1017 del CCCN, existen numerosos casos diseminados en el articulado que también contienen dicha formalidad, como por ejemplo el caso de las convenciones matrimoniales (art. 448, CCCN: “Las convenciones matrimoniales deben ser hechas por escritura pública antes de la celebración del matrimonio, y sólo producen efectos a partir de esa celebración y en tanto el matrimonio no sea anulado. Pueden ser modificadas antes del matrimonio, mediante un acto otorgado también por escritura pública. Para que la opción del artículo 446, inciso d], produzca efectos respecto de terceros, debe anotarse marginalmente en el acta de matrimonio”), el contrato oneroso de renta vitalicia (art. 1601, CCCN: “El contrato oneroso de renta vitalicia debe celebrarse en escritura pública”) o la cesión (art. 1618, CCCN: “La cesión debe hacerse por escrito, sin perjuicio de los casos en que se admite la transmisión del título por endoso o por entrega manual. Deben otorgarse por escritura pública: a] la cesión de derechos hereditarios; b] la cesión de derechos litigiosos. Si no involucran derechos reales sobre inmuebles, también puede hacerse por acta judicial, siempre que el sistema informático asegure la inalterabilidad del instrumento; c] la cesión de derechos derivados de un acto instrumentado por escritura pública”).

f) Prueba

i. Conceptualización

Probar significa evidenciar algo que previamente se afirma que existe y que, volcado a un proceso judicial y/o administrativo, implica la producción de una actividad, sea por las partes o por el Juez, tendiente a corroborar hechos que se estiman útiles y conducentes para la resolución misma del litigio. Muy a menudo sucede que los contratantes, con el inicio de su relación contractual, comienzan a tener discrepancias muchas veces en cuestiones que son accesorias o secundarias al objeto principal, pero que los obliga a acudir a la Justicia a fin de armonizarse y poner coto a sus diferencias. Es allí entonces que deviene imprescindible y necesario probar la existencia, el contenido y la extensión del contrato.

ii. Forma en que deben probarse los contratos

La ley dispone la forma en que deben probarse diferenciando situaciones. A tal efecto, el art. 1019 del CCCN establece que “Los contratos pueden ser probados por todos los medios aptos para llegar a una razonable convicción según las reglas de la sana crítica, y con arreglo a lo que disponen las leyes procesales, excepto disposición legal que establezca un medio especial.

Los contratos que sea de uso instrumentar no pueden ser probados exclusivamente por testigos”.

Es decir que se proponen todos los medios de prueba en la medida en que se satisfaga la razonabilidad y la sana crítica, dependiendo, en definitiva, de cómo el magistrado interviniente valore las pruebas producidas y la utilidad que me merezcan.

Precisamente por el “principio plasmado de amplitud probatoria” es que el actual Código reconoce el valor probatorio de todo medio escrito, independientemente del instrumento o el soporte por el que acceda, siempre que pueda entenderse mediante lectura o usando determinada tecnología. Un claro ejemplo de esto lo constituye lo sostenido en el art. 288 del CCCN, que, además de la firma ológrafa, contempla la firma digital.

A todo evento debe recordarse las postulaciones de la Ley 25.506 de Firma Digital, que prevé la utilización de la “firma electrónica”. Particularmente, en su art. 3 dispone: “Cuando la ley requiera una firma manuscrita, esa exigencia también queda satisfecha por una firma digital. Este principio es aplicable a los casos en que la ley establece la obligación de firmar o prescribe consecuencias para su ausencia”. Y luego, en los artículos siguientes, prevé presunciones de existencia y veracidad tanto de la firma digital como de los documentos digitales e impone normas de alcance probatorio, a saber:

Art. 6: “Documento digital. Se entiende por documento digital a la representación digital de actos o hechos, con independencia del soporte utilizado para su fijación, almacenamiento o archivo. Un documento digital también satisface el requerimiento de escritura”.

Art. 7: “Presunción de autoría. Se presume, salvo prueba en contrario, que toda firma digital pertenece al titular del certificado digital que permite la verificación de dicha firma”.

Art. 8: “Presunción de integridad. Si el resultado de un procedimiento de verificación de una firma digital aplicado a un documento digital es verdadero, se presume, salvo prueba en contrario, que este documento digital no ha sido modificado desde el momento de su firma”.

Art. 13: “Certificado digital. Se entiende por certificado digital al documento digital firmado digitalmente por un certificador, que vincula los datos de verificación de firma a su titular”.

Art. 23: “Desconocimiento de la validez de un certificado digital. Un certificado digital no es válido si es utilizado:

a) Para alguna finalidad diferente a los fines para los cuales fue extendido;

b) Para operaciones que superen el valor máximo autorizado cuando corresponda;

c) Una vez revocado”.

Con fecha 12/03/2019, se sancionó la reglamentación de la anterior ley mediante el decr. 182/2019. Con relación al tema ahora tratado cabe destacar los siguientes artículos:

Art. 2: “Certificación de firmas. La firma digital de un documento electrónico satisface el requisito de certificación de firma establecido para la firma ológrafa…”.

Art. 3: “Conservación. La exigencia legal de conservar documentos, registros o datos, conforme a la legislación vigente en la materia, queda satisfecha con la conservación de los correspondientes documentos digitales firmados digitalmente. Los documentos, registros o datos electrónicos, deberán ser almacenados por los intervinientes o por prestadores de servicios de confianza aceptados por los intervinientes, durante los plazos establecidos en las normas específicas.

La conservación de documentos, registros o datos en formato electrónico deberá garantizar su integridad, accesibilidad y disponibilidad”.

Estas normas indican con precisión cómo debe actuarse una vez creado un documento digital, los archivos a conservarse y durante qué plazos, por lo que de manera sencilla surge el motivo de su valor probatorio.

Se impone una “limitación a la prueba testimonial” en cuanto uso exclusivo como medio probatorio en aquellos contratos que usualmente se instrumentan, es decir, que no son verbales. Ello no significa que no pueda utilizarse, sino que debe complementarse con otros medios probatorios; lo cual, a estas alturas, representa una clara disposición procesalista de alcance nacional con la firme finalidad de uniformarla. Ello se aplica a los contratos en que la ley no impone una forma determinada de probar, donde –como ya dije– impera el principio de amplitud probatoria. Pero, conforme se explicara al tratar lo referente a la forma de los contratos, existen casos en los que la ley solo considera como válido un modo determinado de prueba, a punto tal que su incumplimiento acarrea la no demostración de la existencia del mismo.

Así el caso de los contratos bancarios. Al respecto, en el art. 1380 del CCCN, se prevé que “Los contratos deben instrumentarse por escrito, conforme a los medios regulados por este Código. El cliente tiene derecho a que se le entregue un ejemplar”. También para el contrato de fianza se impone la forma escrita (art. 1579, CCCN) y para el convenio de arbitraje (art. 1650, CCCN), entre otros.

Amén de lo anterior, se puede aun “dispensar de utilizar el medio probatorio especialmente prescripto” para un contrato en caso que su producción se vea imposibilitada o exista un principio de prueba instrumental o de comienzo de ejecución.

Así lo prescribe el art. 1020 del CCCN:

“Los contratos en los cuales la formalidad es requerida a los fines probatorios pueden ser probados por otros medios, inclusive por testigos, si hay imposibilidad de obtener la prueba de haber sido cumplida la formalidad o si existe principio de prueba instrumental, o comienzo de ejecución.

Se considera principio de prueba instrumental cualquier instrumento que emane de la otra parte, de su causante o de parte interesada en el asunto, que haga verosímil la existencia del contrato”.

Adviértase que los tres casos indicados no parecieran poder acumularse atento el uso de la disyuntiva “o”, aunque, por lógica elemental, podría darse el caso que más de una confluya en un caso particular, con lo cual se reafirmaría más aun la dispensa formalista. Puede ocurrir que un determinado documento haya sido destruido o extraviado, lo cual tornaría muy injusta la formalidad probatoria impuesta. Así, el anterior art. 1192 del Código velezano especificaba un poco más el mentado concepto de imposibilidad.

Actualmente, a manifestaciones de voluntades tales como correos electrónicos, esquelas, notas, minutas, registros visuales o auditivos, correspondencia particular, etc., se las puede considerar “principios de prueba por escrito” en la medida en que emanen de un sujeto contractualmente relevante, es decir, de la persona a la cual le serían exigibles en caso de probarse el contrato.

Un claro ejemplo de prueba del contrato mediando ejecución del mismo se dio en los autos caratulados “Skay S.R.L. c/ Provincia del Neuquén s/ cobro ordinario de pesos” (Cám. Apel. Civ., Com., Laboral y de Minería, Neuquén, 23/11/2017), donde se sostuvo: “…Resulta admisible la pretensión de cobro de una suma de dinero originada en las obras que el actor invoca haber realizado en dos establecimientos escolares, y de las constancias obrantes en la presente causa surge que no se cuenta con prueba de la existencia de contratación en legal forma de los referidos trabajos. Ello es así, pues la actora ha demostrado la realización de las obras a favor del Estado Provincial, existiendo, por ende, un beneficio o enriquecimiento a favor del Estado Provincial, que no es justo no le sea compensado a la accionante…”.

Breviario:

El análisis de todos los elementos esenciales de un contrato, como de los formalismos que puedan aplicársele en un caso particular, permite conocer de antemano la posible validez del mismo, lo que en la práctica se traduce en la mayor o menor probabilidad de exigir judicialmente al contratante incumplidor con éxito; de allí su utilidad e interés.