1. Concepto
Como sabemos, tradicionalmente se definió a los contratos como un acuerdo de voluntades destinado a crear, modificar, extinguir o transferir derechos y obligaciones entre las partes en función de las normas legales que los rigen o en su defecto de los límites de la normativa general aplicable a los contratos. En resumen, el contrato en sí mismo es un acuerdo de voluntades destinado a reglar derechos y obligaciones entre las partes.
Es importante destacar que en la teoría general los contratos son clasificados como bilaterales o unilaterales, pero ello no se refiere a las partes, sino al nacimiento de obligaciones para ambas partes o no. Quiero decir con esto que los contratos requieren indispensablemente para ser tales que exista un acuerdo de voluntades, es decir, dos o más personas que determinen el alcance de sus obligaciones y derechos frente a determinada situación jurídica.
Podemos decir, ajustando la definición, que el contrato es el acuerdo de voluntades en el cual dos o más personas –sean físicas, jurídicas y/o de cualquier otro carácter– determinan los alcances de sus derechos y obligaciones frente a una situación de hecho que requiere el marco legal respectivo, y dicho acuerdo es plasmado en la realización del instrumento jurídico correspondiente (cuando este exista). Por tanto, el acuerdo exterioriza la voluntad de las partes y la dispone en un acto jurídico: el contrato físico propiamente dicho.
Aquí puede surgir la duda acerca de qué sucede con las manifestaciones unilaterales de voluntad que se exteriorizan mediante un acto jurídico (testamento, ofertas de contratación, etc.). En realidad, en estos casos no existe un contrato en el sentido literal de la legislación, sino más bien una declaración unilateral de voluntad que no obliga a la otra parte en tanto no acepte el carácter de contratante o heredero, según el caso.
El testamento, por caso, es un acto jurídico que lejos está de ser un contrato. En rigor se trata de una declaración de voluntad que tiene efectos después de la muerte de un sujeto. Por tanto, dicho acto no puede ser considerado un contrato, pues estos deben ser realizados por personas vivas y tener efectos en la vida de ambos contratantes.
Esta afirmación se encuentra aún más avalada por las disposiciones acerca de las ofertas de contratación que regulan el ordenamiento civil. Allí se dispone que dichas disposiciones no pueden ser aceptadas cuando el oferente o el destinatario de la oferta fallecen, pues en estos casos se considera que el contrato ya no puede formarse.
